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Gamboa, en efecto,
sospechó algo cuando te llevó las orquídeas. Así que aguardó medio
escondido y esperó a comprobar quién era el dueño del sombrero que
había sobre el escritorio. Y entonces me vio salir de tu
habitación. Me conoce de sobra, he estado en las oficinas de la
empresa varias veces. Después fue con la información en busca de Da
Silva, pero su jefe no quiso atenderle; le dijo que estaba ocupado
con un asunto importante, que ya hablarían por la mañana. Y así lo
han hecho hoy. Y cuando Da Silva ha sabido de qué se trataba, ha
montado en cólera, le ha despedido y ha empezado a actuar.
-¿Y cómo has sabido
tú todo esto?
-Porque el mismo
Gamboa me ha buscado esta tarde. Está desquiciado, tiene un miedo
atroz y busca desesperadamente a alguien que le proteja; por eso ha
pensado que tal vez podría sentirse más seguro acercándose a los
ingleses con los que antes mantenían excelentes relaciones. Tampoco
sabe en qué anda metido Da Silva porque él se lo oculta incluso a
su gente de confianza, pero su actitud me ha hecho temer por ti. En
cuanto he hablado con Gamboa, he ido a tu hotel, pero ya te habías
marchado. He llegado a la estación en el momento en que el tren
salía y al ver en la distancia a Da Silva solo en el andén, he
creído que todo estaba en orden. Hasta que, en el último segundo,
me he fijado en que hacía un gesto a dos hombres asomados a una
ventanilla.
-¿Qué gesto?
-Un ocho. Con los
cinco dedos de una mano y tres de la otra.
-El número de mi
compartimento…
-Era el único detalle
que les faltaba. Todo lo demás ya estaba acordado.
Me invadió una
sensación extraña. De pavor mezclado con alivio, de debilidad e ira
a la vez. El sabor de la traición, quizá. Pero sabía que no tenía
razones para sentirme traicionada. Yo había engañado a Manuel
encubierta tras una actitud banal y seductora, y él me lo había
intentado devolver sin ensuciarse las manos ni perder una pizca de
su elegancia. Deslealtad por deslealtad, así funcionaban las
cosas.
Seguíamos avanzando
por carreteras polvorientas, superando baches y socavones,
atravesando pueblos dormidos, aldeas desoladas y terrenos baldíos.
La única luz que vimos a lo largo de kilómetros y kilómetros de
camino fue la de los faros de nuestro propio coche abriéndose paso
en la densa oscuridad, ni siquiera había luna. Marcus intuía que
los hombres de Da Silva no iban a quedarse en la estación, que tal
vez encontraran la manera de seguirnos. Por eso continuó
conduciendo sin reducir la velocidad, como si aún lleváramos a
aquellos dos indeseables pegados al guardabarros.
-Estoy casi seguro de
que no van a atreverse a entrar en España, se meterían en un
terreno desconocido en el que no controlan las normas del juego. De
su particular juego. Pero no debemos bajar la guardia hasta cruzar
la frontera.
Habría sido lógico
que Marcus me cuestionara sobre las razones de Da Silva para
intentar eliminarme con aquella sordidez tras haberme tratado tan
obsequiosamente días atrás. Él mismo nos había visto cenar y bailar
en el casino, sabía que yo me desplazaba en su coche a diario y que
recibía regalos suyos en mi hotel. Quizá aguardaba algún comentario
sobre la naturaleza de mi supuesta relación con Da Silva, quizá una
explicación acerca de lo que entre nosotros había pasado, una
aclaración que arrojara alguna luz sobre el porqué de su perverso
encargo cuando estaba a punto de abandonar su país y su vida. Pero
de mi boca no salió ni una palabra.
Continuó él hablando
sin perder la concentración en el volante, aportando apuntes e
interpretaciones a la espera de que en algún momento yo me
decidiera a añadir algo.
-Da Silva -prosiguió-
te abrió de par en par las puertas de su casa y te dejó ser testigo
de todo lo que allí pasara anoche, algo que yo desconozco.
No repliqué.
-Y que tú no pareces
tener intención de contar.
Efectivamente, no la
tenía.
-Ahora está
convencido de que te acercaste a él porque actúas por encargo de
alguien y sospecha que no eres una simple modista extranjera que ha
aparecido en su vida por casualidad. Cree que te aproximaste a él
porque tenías como objetivo indagar en sus asuntos, pero está
equivocado al intuir para quién trabajas porque, tras el chivatazo
de Gamboa, asume erróneamente que lo haces para mí. En cualquier
caso, le interesa que mantengas la boca cerrada. A ser posible,
para siempre.
Seguí sin decir nada;
preferí ocultar mis pensamientos tras una actitud de fingida
inconsciencia. Hasta que mi quietud resultó insoportable para los
dos.
-Gracias por
protegerme, Marcus -musité entonces.
No le engañé. Ni le
engañé, ni le enternecí, ni le conmoví con mi falso candor.
-¿Con quién estás en
esto, Sira? -preguntó lentamente sin despegar la vista de la
carretera.
Me giré y contemplé
su perfil en la penumbra. La nariz afilada, la mandíbula fuerte; la
misma determinación, la misma seguridad. Parecía el mismo hombre de
los días de Tetuán. Parecía.
-¿Con quién estás tú,
Marcus?
En el asiento
trasero, invisible pero cercana, se instaló con nosotros una
pasajera más: la suspicacia.
Cruzamos la frontera
pasada la medianoche. Marcus enseñó su pasaporte británico y yo el
mío marroquí. Noté que se fijaba en él, pero no hizo ninguna
pregunta. No encontramos rastro aparente de los hombres de Da
Silva, tan sólo un par de policías somnolientos con pocas ganas de
perder el tiempo con nosotros.
-Tal vez deberíamos
encontrar un sitio donde dormir ahora que ya estamos en España y
sabemos que no nos han seguido ni nos han adelantado. Mañana puedo
coger un tren y tú volver a Lisboa -propuse.
-Prefiero continuar
hasta Madrid -respondió entre dientes.
Seguimos avanzando
sin cruzarnos con un solo vehículo, cada cual absorto en sus
pensamientos. La suspicacia había traído el recelo y el recelo nos
llevó al silencio: un silencio denso e incómodo, preñado de
desconfianza. Un silencio injusto. Marcus acababa de sacarme a
rastras del peor trance de mi vida e iba a conducir la noche entera
sólo por dejarme a salvo en mi destino, y yo se lo pagaba
escondiendo la cabeza y negándome a darle cualquier pista que le
ayudara a salir de su desconcierto. Pero no podía hablar. No debía
decirle nada aún, necesitaba antes confirmar lo que llevaba
sospechando desde que Rosalinda me abrió los ojos en nuestra
conversación de madrugada. O tal vez sí. Quizá pudiera comentarle
algo. Un fragmento de la noche anterior, un retazo, una clave. Algo
que nos sirviera a los dos: a él para saciar su curiosidad al menos
parcialmente y a mí para dejar bien abonado el terreno a la espera
de ratificar mis presentimientos.
Habíamos pasado
Badajoz y Mérida. Llevábamos callados desde el puesto fronterizo,
arrastrando la mutua desconfianza por carreteras desfondadas y
puentes romanos.
-¿Te acuerdas de
Bernhardt, Marcus?
Me pareció que los
músculos de los brazos se le tensaban y que sus dedos se aferraban
con más fuerza al volante.
-Sí, claro que me
acuerdo.
El interior oscuro
del coche se llenó de repente de imágenes y olores de aquel día
compartido a partir del cual ya nada fue igual entre nosotros. Una
tarde de verano marroquí, mi casa de Sidi Mandri, un supuesto
periodista esperándome junto al balcón. Las calles abarrotadas de
Tetuán, los jardines de la Alta Comisaría, la banda jalifiana
entonando himnos con brío, jazmines y naranjos, galones y
uniformes. Rosalinda ausente y un Beigbeder entusiasta ejerciendo
de gran anfitrión, inconsciente aún de que, con el paso del tiempo,
aquel a quien entonces homenajeaba acabaría cortándole de un tajo
la cabeza y echándola a rodar. Un grupo de espaldas alemanas
formaba un corro alrededor del invitado de ojos de gato y mi
acompañante me pidió ayuda para captar información clandestina.
Otro tiempo, otro país y todo, en el fondo, casi igual. Casi.
-Ayer estuve cenando
con él en la quinta de Da Silva. Después mantuvieron una
conversación hasta la madrugada.
Supe que se contenía,
que quería saber más cosas: que necesitaba datos y detalles, pero
no se atrevía a preguntármelos porque tampoco acababa de fiarse de
mí. La dulce Sira, efectivamente, tampoco era ya quien fue.
Al final no pudo
resistirse.
-¿Oíste algo de lo
que hablaban?
-Nada en absoluto.
¿Tienes tú alguna idea de qué pueden tener en común?
-Ni la más
mínima.
Yo mentía y él lo
sabía. Él mentía y yo lo sabía. Y ninguno de los dos estaba
dispuesto a poner aún las cartas boca arriba, pero aquel pequeño
punto de encuentro en el ayer sirvió para destensar la tirantez
entre los dos. Quizá porque trajo memorias de un pasado en el que
todavía no habíamos perdido toda la inocencia. Quizá porque aquel
recuerdo nos hizo recobrar un retazo de complicidad y nos forzó a
recordar que había algo que aún nos unía por encima de las mentiras
y el resquemor.
Intenté mantenerme
atenta a la carretera y en plena consciencia, pero la tensión de
los últimos días, la falta de sueño acumulada y el desgaste
nervioso por todo lo vivido aquella noche habían acabado
debilitándome hasta tal punto que una flojera inmensa comenzó a
apoderarse de mí. Demasiado tiempo andando en la cuerda
floja.
-¿Tienes sueño?
-preguntó-. Ven, apóyate en mi hombro.
Rodeé su brazo
derecho con los míos y me acurruqué cerca para que me llegara su
calor.
-Duérmete. Ya falta
menos -susurró.
Empecé a caer en un
pozo oscuro y agitado en el que reviví escenas recientes pasadas
por el filtro de la deformación. Hombres que me perseguían
blandiendo una navaja, el beso largo y húmedo de una serpiente, las
mujeres de los wolframistas bailando encima de una mesa, Da Silva
contando con los dedos, Gamboa llorando, Marcus y yo corriendo a
oscuras por las callejas de la medina de Tetuán.
No supe cuánto tiempo
transcurrió hasta que desperté.
-Despierta, Sira.
Estamos entrando en Madrid. Tienes que decirme dónde vives.
Su voz cercana me
sacó del sueño y comencé lentamente a salir de mi sopor. Me di
cuenta entonces de que seguía pegada a él, aferrada a su brazo.
Enderezar mi cuerpo entumecido y separarme de su lado me iba a
costar un esfuerzo infinito. Lo hice despacio: tenía el cuello
agarrotado y todas las articulaciones entumecidas. Su hombro debía
de estar dolorido también, pero no lo demostró. Sin hablar aún,
miré a través de la ventanilla mientras intentaba peinarme con los
dedos. Amanecía sobre Madrid. Aún quedaban luces encendidas. Pocas,
separadas, tristes. Recordé Lisboa y su potente despliegue de
luminosidad nocturna. En la España de las restricciones y las
miserias, aún se vivía prácticamente a oscuras.
-¿Qué hora es?
-pregunté por fin.
-Casi las siete. Has
dormido un buen rato.
-Y tú debes de estar
molido -dije aún adormecida.
Le di la dirección y
le pedí que aparcara en la acerca de enfrente, a unos metros de
distancia. Era ya prácticamente de día y por la calle comenzaban a
transitar las primeras almas. Los repartidores, un par de muchachas
de servicio, algún dependiente, algún camarero.
-¿Qué tienes previsto
hacer? -pregunté mientras estudiaba el movimiento tras el
cristal.
-Conseguir una
habitación en el Palace, de momento. Y cuando me levante, lo
primero, mandar este traje a limpiar y comprarme una camisa. La
carbonilla de la vía me ha puesto perdido.
-Pero conseguiste mi
cuaderno…
-No sé si ha valido
la pena; aún no me has dicho qué hay en él.
Hice caso omiso a sus
palabras.
-Y después de
vestirte con ropa limpia, ¿qué harás?
Hablaba sin mirarle,
aún concentrada en el exterior del auto, a la espera del momento
idóneo para emprender el siguiente paso.
-Ir a la sede de mi
empresa -contestó-. Tenemos oficinas aquí en Madrid.
-¿Y piensas escaparte
otra vez tan rápido como te fuiste de Marruecos? -pregunté mientras
volvía a recorrer con la vista el trasiego matutino de la
calle.
Respondió con una
media sonrisa.
-Aún no lo sé.
En ese mismo momento
vi salir a mi portero camino de la lechería. Vía libre.
-Por si acaso vuelves
a escaparte, te invito antes a desayunar -dije abriendo rápidamente
la portezuela del coche.
Me agarró por un
brazo intentando retenerme.
-Sólo si me dices en
qué estás metida.
-Sólo cuando me
entere de quién eres tú.
Subimos la escalera
de la mano dispuestos a concedernos una tregua. Sucios y agotados,
pero vivos.